Recuerdo que cuando niño los adultos solían decirme con frecuencia “siempre hay que decir la verdad”, “los niños buenos no dicen mentiras”, o cosas por el estilo. Sin embargo, en más de una ocasión me tocó presenciar, y a veces incluso ser cómplice, de alguna “mentira piadosa” para sacar de apuros a quienes tanto me insistían no mentir. Tales experiencias me llevaron a percatarme de lo contradictorio de la raza humana y aunque mi deseo era hacer caso de las invitaciones a la sinceridad, la vida misma me enseño que no siempre es fácil optar por la verdad.
El asunto sobre la mentira y la verdad moral es digno de reflexión, puesto que la condición de posibilidad para toda convivencia humana es la confianza. Confiamos en los demás, para bien o para mal, y esto permite que nos relacionemos con ellos. Si no confiáramos en el otro con el que nos encontramos en contacto, siempre estaríamos a la defensiva, cuando no a la ofensiva, y nuestra vida no sería posible, ya que los otros son fundamentales para nuestra realización personal y para nuestra existencia misma. Son ellos pues, quienes nos traen al mundo, nos educan, nos alimentan, nos visten, en fin, quienes nos posibilitan o imposibilitan la vida.
Todos hemos recibido alguna vez una promesa o tal vez la hayamos hecho nosotros, no obstante tal compromiso no siempre ha sido cumplido. Considero que esas promesas cumplidas o no cumplidas nos han configurado una postura ante éste tema, ya que como dice el refrán: “cada cual habla de cómo le ha ido en la feria”, de modo que la honestidad puede atraer honestidad, en tanto que la mentira sólo más mentira. Por supuesto habrá que analizar hasta qué grado es cierto lo aquí planteado y cuestionarnos si la verdad o la mentira se encuentran siempre en oposición con la realización personal, ya que si no esa así necesitamos responder a la pregunta siguiente:
¿Bajo qué circunstancias es lícito mentir?
Para responder a la cuestionante abordemos algunas de las soluciones propuestas al respecto. Comencemos por la contraposición de planteamientos existente entre Emmanuel Kant y Nicolás Maquiavelo. Kant propone que toda persona es un fin en si misma y no un medio, por lo que cuando se hace una promesa es obligación cumplirla, ya que de lo contrario se está cosificando a la persona al verla como mero medio para nuestros fines personales. Así, Kant consideraría inadmisible la mentira. Aunque, en caso de que nos atreviéramos a mentir tendríamos que buscar que ésta acción se convirtiera en máxima universal para el género humano, lo que convertiría a todos los hombres en mentirosos y a las relaciones personales en inviables.
Por su parte, Maquiavelo enuncia que “el fin justifica los medios”, de manera que el Príncipe, que sustenta el poder, tiene derecho a hacer cualquier cosa para mantenerlo, aunque esto implique mentir, matar, robar o lo que considere necesario, ya que para cumplir con la obligación del gobierno es mejor ser temido que amado. Parece ser que la política mexicana ha tomado al pie de la letra ésta doctrina. Sin embargo, cabe preguntarnos ¿por cuánto tiempo puede subsistir una sociedad en dichas condiciones, dónde las normas se ponen al servicio del tirano y no del pueblo?
Por otro lado, en el planteamiento ético de Platón, la mentira es inadmisible, puesto que ni los dioses mienten, de modo que los hombres (que de alguna manera constituyen el reflejo de los dioses) no pueden darse tal lujo. No obstante, considera que el fin de la mentira es el de la utilidad y en caso de que pudiera considerarse una excepción ésta debería reunir dos condiciones: que sea usada por un magistrado y siempre que sea por el bien de la República. Pero, ¿cómo lograr que tal propuesta sea respetada y no se preste a que los magistrados la usen para su interés particular? Y además, ¿cómo evitar que el magistrado se convierta en un tirano y logre persuadir al Pueblo de que lo que ordena es en realidad para el bien común, cuando la verdad es que lo hace por su bien personal?
Tal problemática nos permite ver que aún nos hacen falta elementos para decidir cuándo podría ser lícito mentir y cuándo no, por lo que quiero traer a consideración el planteamiento de Royo Marín al respecto.
Marín nos propone que existen tres tipos de mentiras:
- Perniciosa, que supone por parte de la persona que miente el conocimiento de la verdad, pero dice lo contrario con la intención de hacer daño.
- Jocosa, que ni beneficia ni perjudica a nadie y se dice para divertir. En éste caso todos pueden caer en la cuenta de que la cosa no fue así, sino que se trata de una broma que se aclara después.
- Ocultar la verdad, que consiste en no revelar una verdad a quien no tiene derecho de conocerla.
Desde este planteamiento, es permisible mentir cuando se trata de una mentira jocosa, siendo siempre cuidadoso de no causar daño a terceros con tales bromas, especialmente en lo referente a la buena fama o a la salud física, puesto que podríamos causarle la muerte física a algún cardíaco o la muerte social a quien le hemos levantado calumnia. Asimismo, es lícito ocultar la verdad a quien no tiene derecho de conocerla y a partir de preguntas indiscretas intenta obtenerla; aquí podemos aplicar el refrán que reza: “a palabras necias oídos sordos”, o bien “cuando no tengas algo bueno que decir, es mejor callar.”
En resumen, la capacidad de expresar y comunicar los pensamientos y afectos mediante el diálogo está entre los mayores bienes que posee el hombre, debido a ello el buen empleo de la palabra es para todos un deber de justicia. Sin este recto empleo no sería posible convivir. Por tanto, la maldad de la falta de veracidad es algo patente: incluso los que mienten ven mal que se utilice contra ellos la mentira, ya que crea desconfianza e imposibilita las relaciones interpersonales. De este modo, el prójimo tiene derecho a que hablemos con verdad, pero no tiene derecho (salvo en casos excepcionales) a que revelemos lo que puede ser materia de legítima reserva. La mentira debe evitarse, además, por el daño que nos hace a nosotros mismos, tengamos presente que al embustero nadie le cree, aunque diga la verdad.